lunes, 13 de diciembre de 2010

El Gordo José


El trabajo de mi vida existió. A mi pimpollo no le gusta que hable en pasado porque dice que denota tristeza. A mi en cambio, me inserta en un estado de alegría profunda, de sensación de bienestar. Algún día les contaré sobre ese trabajo. Hoy sólo me dedicaré a contarles la historia de un personaje que marcó mi vida con tinta de ternura, con trazos de entrañable color, con rasgos de cariño inolvidable.

El gordo José, mi jefe, el que nos ponía las pilas en una Clínica de Rehabilitación traumatológica y neurológica del barrio de Flores, en Buenos Aires. Como les decía, el trabajo de mi vida.

La palabra jefe, recordando a José, se hace amable, no suena dura, no infunde miedo, no impone obligación sin ganas.

El gordo José, aparecía a las nueve de la mañana, cuando nosotros hacía una hora ya que estabamos atendiendo viejitos. Se había ganado nuestros cuidados intensivos. Cada día, antes de que entrara en su despacho, Alba, o Alzbeta para mí, la doctora Stella y yo, tendíamos en su escritorio una mesa, a modo de pic-nic, con su yogur, el té en hebras que le preparaba Nina la cocinera, y unas galletitas integrales que yo compraba en el super al lado de mi casa, para que José, al llegar, se apoltronara y no comiera otra cosa. Teníamos un plan de dieta impecable que olvidaba a la hora de la cena, cuando se sumergía en un plato rebozante de spaghetti, según nos contaba sin vergüenzas, al día siguiente. Todos los martes y jueves, lo pesaba, teníamos que bajar la balanza de ciento treinta. Una vez lo conseguimos, sólo una vez, llegamos a ciento diez.

A mi me llamaba Monetta, y teníamos una bonita forma de comunicarnos, de usted. Cuando alguna vez me tuteó, entendí perfectamente que estaba enojado conmigo. Entonces mi nivel de batería se quedaba a cero y él conseguía, con esa artimaña, ponerme en mi sitio.

La crisis argentina sacudía nuestra esperanza, no hacía excepción con la Clínica, no había dinero, o muy poco. Todos los finales de mes, con miradas cómplices, o con secretos que corrían por todos los pasillos del Centro, comentábamos el supuesto impago que tendríamos en nuestro haber. El gordo José se enfadaba muchísimo cuando llegaba a sus oídos el rumor de nuestra radio-pasillo, y si al final era cierto, lo primero que hacía era llamarnos uno por uno, y rebuscando en el bolsillo derecho de su camisa, repartía billetes que olían a poco valor, con su famosa frase, que imitabamos con frecuencia entre compañeros:

– ¿Te arreglás con treinta?

Pero ahí estaba él. Con poco o con mucho, siempre miraba por nosotros, sus cuasi hijos adoptivos, a los que cada tanto agasajaba con un asadito, que preparaba en el patio del fondo de la clínica, para diluir el malestar generado por el difícil momento económico.

El gordo José.

Me enseñó que la generosidad nunca es poca, que un desconocido siempre puede ser un amigo por cultivar; y aún sin vernos desde hace cuatro años, me sigue enseñando. José está haciendo pasteles y panes en Pordenone, un pueblo del norte de Italia. Imagino a mi jefe en una escena de la película
Charlie y la fábrica de Chocolate, cocinando con amor y cuidado. Lo extraño.

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